El sindrome de Hubris es típico de quienes llegan a ostentar el poder en el campo político, militar, religioso, empresarial, deportivo o en otros entes con autoridad sobre grupos de personas, y lo padecen casi todos los que han adquirido mucho poder sin estar dotados de la necesaria autocrítica ni de las condiciones para manejarlo, y si se consigue en poco tiempo, peor. Una persona intoxicada por el poder puede tener efectos devastadores, porque no siempre el poder está en manos del más capaz, pero quien lo ostenta cree que sí, que de él se esperan grandes hechos, y cree saberlo todo y en todas las circunstancias.
«El poder afecta de una manera cierta y definida a todos los que lo ejercen», escribió Hemingway.
Al explicar el síndrome de Hubris, Owen afirma que los políticos y las personas que ostentan poder desarrollan un comportamiento irresponsable próximo a la inestabilidad mental, a la grandiosidad y al narcisismo. Bertrand Russell aseguraba que cuando el elemento necesario de humildad no está presente en una persona poderosa, esta se encamina hacia «el aturdimiento del poder». Para Franklin Roosevelt, «el poder es peligroso, enlentece la percepción, nubla la visión, aprisiona a su víctima, por muy bien intencionada que sea, y la aísla en un aura de infalibilidad intelectual contraria a los principios democráticos». Para el Libertador San Martín, «la soberbia es una discapacidad que suele afectar a pobres infelices mortales que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder».
El psiquiatra español Manuel Franco hace semblanza de lo que en nuestro país se denomina ‘síndrome de la Moncloa’, que consiste en un auténtico trastorno delirante crónico, en el que la persona trata de aislarse cada vez más de su entorno, reduce su mundo a las personas que le dan la razón y todo error o problema lo atribuye a causas externas.
En algunos casos extremos, la inducción de esta afectación puede alcanzar a la casi totalidad de una sociedad, como sucede en el liderazgo totalitario. Si se perpetúa en forma de dictadura, puede llevar, en su locura compartida por miles o millones de personas, a la ruina de un país. Desde un punto de vista psicopatológico, la génesis de esta sinrazón se inicia en un contexto favorecedor y reforzador en el que la persona recibe tanto estímulo positivo y reconocimiento, que le lleva a un crecimiento de la autoestima tan grande que le conduce a una situación próxima a la megalomanía. Comienza a tener un concepto de sí mismo mucho más elevado del real, y se siente el más inteligente, el más atractivo, el más ingenioso, incluso cerca de Dios. Es una situación de éxtasis que supera incluso a cualquier tóxico.
Owen propone una mezcla de personalidad narcisista, histriónica y antisocial para diagnosticar a una persona poderosa con el síndrome de Hubris. Usa el poder para autoglorificarse y se preocupa exageradamente por la imagen (lujos y excentricidades). Se rodea de mediocres. Adopta posturas mesiánicas con tendencia a la exaltación, se autoidentifica con el país o la nación hablando en tercera persona (usando la forma regia de «nosotros»), demuestra autoconfianza excesiva y un manifiesto desprecio por los demás con un enfoque personal exagerado, tendente a la omnipotencia, creyendo que antes de rendir cuentas a la sociedad, debe responder ante la Historia o ante Dios (será siempre absuelto). Con su comportamiento, el hubrístico pierde contacto con la realidad, con un aislamiento paulatino, imprudente e impulsivo, tendente a privilegiar su «amplia visión» sin contemplar los costes y los resultados de sus decisiones, incluso desafiando la ley, cambiando constituciones o manipulando los poderes del Estado.
Con respecto al tratamiento del Hubris, basta con que la persona pierda el poder para que se «cure»; en otros casos, el hubrístico trata de mantener el poder de forma indefinida para alimentar su trastorno. La única manera en la que el poderoso puede luchar contra el Hubris es el ejercicio consciente y metódico de la humildad. Los médicos nunca curaremos el Hubris, solo lo curará una constante vigilancia para prevenir el exceso de poder y una sociedad democrática bien informada. Porque el varapalo de las urnas, la pérdida del mando o de la popularidad, en definitiva, a veces sume al afectado por el Hubris en la siguiente fase: desolación, disimulada con rencor en algunos casos.
Las personas que no sucumben al Hubris son aquellas que mantienen su forma de vida previa a ostentar el poder, las que aceptan opiniones, las que ejercen autocrítica, las que consultan cuidadosamente todas sus decisiones y admiten supervisarlas y vigilarlas democrática e institucionalmente, sin miedo.
Evolución consciente